31.3.06

Evo y Michelle: después de la luna de miel

¿La luna de miel entre entre Michelle Bachelet y Evo Morales ha llegado a su fin? Tanto la reiteración boliviana en vistas a multilaterizar el diferendo en el seno de la OEA, como la insistencia chilena en vistas a afirmar la intangibilidad de los tratados internacionales (comenzando por el de límites entre Chile y Bolivia, de 1904), parecieran avalar tal suposición. Se trata, por cierto, de una metáfora: una figura de comunicación que subraya una cierta correspondencia posible entre relaciones entre países y relaciones entre personas y, más específicamente, entre cónyuges. Lo cual evidentemente es una exageración, que, con todo — dado su extendido uso entre analistas políticos, periodistas y aun autoridades de ambos países en las últimas semanas — tal vez no haya sido enteramente inútil para graficar un cierto estado de cosas, un cierto "clima" inter-nacional, que acaso esté llegando a su fin. Sigamos un momento, sólo un poco, con tal metáfora.

Si hay algo que no cabe en un matrimonio recién consumado es declarar de entrada intangibles los términos de la relación; recientemente incluso Chile ha modificado su ley de matrimonio civil, en la cual se introduce la posibilidad de reevaluar, aun unilateralmente, la dimensión contractual del matrimonio legal (lo que en Bolivia existe desde hace décadas); no vale la pena, pues, partir una relación declarando inmodificables sus términos so pena de introducir mayores dificultades (rigideces) al vínculo. Del mismo modo, parece altamente inconveniente intentar resolver las primeras desaveniencias conyugales mediante un llamado a la intervención de terceros (amigos comunes, por ejemplo). Pero tal vez sólo hasta aquí llegue la bondad de la susodicha metáfora, dado que ni la relación entre Bolivia y Chile es reciente, ni la cosa es simplemente entre dos (tarde o temprano un tercero, Perú, porque tiene el derecho y por lo tanto también el deber de hacerlo — ¡un poco como el padre de algún hijo o hija de un primer matrimonio! —, ha de intervenir). Por lo demás ni siquiera es factible la posibilidad de una no-relación absoluta: somos vecinos y lo seremos “de aquí a la eternidad”, a no ser que por el camino a alguien se le ocurra convertirse, de iure o de facto, en un nuevo Estado de los EEUU... o de la República Federativa del Brasil.

¿Qué viene después de la “luna de miel”? ¿Una de hiel? ¿Vuelta a foja cero? ¿Hora de aplicarle paños fríos a la relación? ¿Evitar poner los bueyes delante de la carreta? ¿...? Cualquiera sea la retórica dominante que se instale (y probablemente haya más de una), y por más que algunos de los actores involucrados quisieran evitar toda retórica — “hablar menos y hacer más” (lo cual, cómo no, es otra de las retóricas posibles) — sería bueno ir haciéndonos a la idea de que comunicación figurada habrá y que es bueno por demás que la haya (aunque no exclusivamente figurada), si lo que queremos es alcanzar acuerdos duraderos. El sigilo de las Cancillerías, por muy necesario que sea en ciertos momentos, no puede impedir que el diferendo se elabore y se resuelva también públicamente, y con la participación no sólo de los actores estatales sino también de la sociedad civil y de la opinión pública en general. Si eso no se da, aun en el caso hipotético en que el ingenio y/o la ingeniería política de las autoridades de ambos países concuerden una fórmula, es altamente improbable que sea suficiente para sellar un convenio perdurable (una cosa es lograr un acuerdo y otra, tal vez más difícil, que éste perdure). La solidez de un nuevo acuerdo o de un reajuste del viejo está dada antes que nada porque el ciudadano de a pie de ambos países lo entienda y lo valore en sus puntos medulares.

¿Es posible? Nadie dijo que resolver un diferendo centenario fuera fácil. Hoy incluso parece campear un solapado ‘diálogo de sordos’: y es que tal vez, en las actuales condiciones, una decisión conjunta a la altura del desafío sea efectivamente imposible. De ahí la urgencia, a la vez gubernamental y ciudadana, por hacerla posible a partir del mutuo reconocimiento de que estamos ante un desafío compartido. Lo que hoy por hoy se requiere prioritariamente es, para decirlo en breve: cooperación, cooperación y más cooperación, conjugar la diversidad de ritmos en juego y aun una pizca de compasión (paciencia) — única manera de erosionar estereotipos sobre el vecino, y de empezar a entendernos en función de deseos e intereses comunes tanto en el orden bilateral como macro-regional. Cooperación, en primer lugar, entre personas e instituciones de ambos países, hasta generar un humus de relaciones suficientemente rico y auspicioso para un nuevo trato inter-nacional: cooperación social (sobre todo en materias como educación, salud, justicia y gobiernos locales), cooperación empresarial (proyectos productivos compartidos), cooperación intercultural (co-invención de lenguajes a partir de las tradiciones heredadas), junto a una visibilización cotidiana de los planteamientos e interpretaciones bolivianas en Chile y de las chilenas en Bolivia. Y una pizca de compasión, en realidad dos: un poco de compasión (no demasiada) con el orgullo autoreferente chileno, que insiste y de seguro insistirá por algún un tiempo en argumentar que aquí en realidad no hay desafío alguno, porque “Chile ganó la guerra” (en el fondo, el mismo argumento violento que esgrimiera hasta hace poco Pinochet y sus huestes para justificar las tropelías post-73). Y, por otra parte, compasión con cierto mesianismo restitutivo de algunos sectores bolivanos que en su fuero interno aún pretenden retrotraer el reloj a antes del ’79 (s. XIX); si es de toda justicia un acceso soberano de Bolivia al Pacífico, ello no implica ni una vuelta al Qollasuyo prehispánico ni — sobre todo a partir del acontecimiento que se llama, incluso más allá de sí mismo, Evo Morales Ayma — una vuelta a la República decimonónica que excluyó al indígena y al ayllu de la vida (pluri)nacional. (Sobre la necesidad de conjugar diversidad de ritmos en esta cueca doble, su urgencia, quedamos pues en deuda para decir algo en una próxima ocasión).

27.3.06

Flores descompuestas — a cierta P. P .D.

Si hubiera algo así como una Poesía Política — y no hay pocos ni pocas que habrán dicho que sí: no sólo los camaradas Mao y Stalin, también a su modo, entre tantos, Swift, Whitman, Vallejo, Neruda, Lispector, Martí — Democrática, alegre (gaya) y a la vez desprendida de toda fijación última y/o incondicional (abierta), eso se dejaría resumir en la sigla P. P. D. ¿Es posible?


¿Es posible una poesía inmersa en una comunidad política (cuyas fronteras, sin embargo, nunca podrían permanecer completamente instituidas o pre-dibujadas) y escrita no sólo para todos sino también por todas y todos — un poco como soñaba el montevideano Lautréamont en sus Cantos de Maldoror ya en siglo XIX? ¿Pero qué podría ser tal engendro de poema-ciudadano-democrático, y si lo hubiera a qué se parecería? (Alguien me sopla que a un blog colectivo más vivo, pero no estoy tan cierta; en cualquier caso tendría que ser una poesía no elitista, poesía escrita para y por poetas ya no necesariamente en el sentido estricto o literario del término, pero sin tampoco excluir a éste — ni a los textos aparentemente más oscuros ni a los más transparentes). ¿Y en qué desmedida, por demás, tal “inmersión” comunitaria (para el caso: poético-política) no reintroduciría o atizaría la violencia sacrificial de la comunidad con comunión, ya crística, ya étnica, ya mononacional, ya comunista?

Me lo pregunto, al paso, mientras releeo la no poco extraordinaria Historia de la Villa Imperial de Potosí, el poema mayor de mi pueblo o “villa”, firmado por Bartolomé de Arzáns de Orsúa y Vela (1676 - 1736) — escritor que, como un Borges antes de Borges, habrá sido famoso por incluir citas de autores y obras a todas luces inexistentes a fin de acrecentar la verosimilitud y el sabor de la Historia, su poema-relato. En éste hay un poema en sentido estricto (digamos, en verso, verso libre), atribuido a un tal Asdrúbal de Alvarado, natural de la vecina ciudad de Charcas (Sucre), texto que me ha fascinado desde siempre aunque aún no sé bien exáctamente por qué. Tal vez sea por esa flor descompuesta que viene a inquietar de entrada (de veras, de salida) lo que tan a menudo se da o se toma como esencia de la poesía (el florecer no programado, el acontecer sin por qué e incondicionado— a rose is a rose is a rose is a rose [Gertrudes Stein], die Rose ist onhe Warum [Angelus Silesius], etc.). O tal vez sea por la tan familiar infamiliariedad que evocan algunos de sus giros, los cuales, aun del siglo XVIII, suenan muy recientes: “suma resta” (¿máxima sustracción o adición que sustrae?, ¿máxima permanencia o adición que permanece?), “suyatecnia” (¿técnica de la posesividad de lo suyo o de sí?), “bi-nula”, “ecofricción”, etc. O tal vez sea porque presiento que el poema me habla especialmente a mí, que me interpela y si dirige a mí como a nadie, singularmente (a otras y a otros y aun a cualquiera, cómo no, también, aunque diferentemente).

Vaya pues, a ver si alguien lo aprehende y lo desaprende, lo goza y lo digiere, en una lectura empero no predeterminada, ella misma necesariamente innecesaria, entreabierta:

SOLAMENTE, SOLÍCITAMENTE un
mentecato cata, falta
de juicio, su incongruencia, su ya no más
suyatecnia
impolítica, suma resta:

a una distancia convenida
punto por punto
a la afición a la bi-nula
ecofricción ab-
yecta — en fin, todo se juega,
todo y lo que falta
de entrada y no consuma,
en la cirugía que opera
ficción de ver-
dad viva, aquí, fecas
de un rosal baldío, nuestra.

¿te das cuenta?, ¿te das,
catadura, cuenta?
la ex-, re-, in-, for-, o-, con-
clusión
permanece, si permanece
en flor, descompuesta.

Diferir por ahora toda interpretación o explicación, si algo tal fuera posible, no fuera gesto incomún ni menos incomunitario; el poema, que viene hacia el final de la obra de Arzáns, habla (y a la vez calla), como habitualmente se dice, por sí mismo; está expuesto. En cualquier caso queda en suspenso una respuesta a la pregunta sobre en qué sentido(s) aquél también haría parte o al menos prefiguraría lo que he llamado más arriba poesía política democrática, más allá de “estar hecho” de y con lenguaje y a la vez que habla de y/o al lenguaje (no únicamente, por cierto, pero el tercer párrafo y final parece bien explícito al respecto), teniendo en cuenta que toda comunidad política, tanto su pervivencia como su innovación y aun su disolución, es impensable e infactible sin lengua.





Una yapa,
en fin, a propósito de Arzáns, de Potosí (mi pueblo que es el suyo) y de Chile. Su Historia (historia un poco a la manera de las historias extraordinarias de Edgar Allan Poe, en que se entretejen “verdad” y “ficción”, “historiografía” y “literatura”, adelantándose no poco a las más contemporáneas tendenecias en la materia), de paso anoticia de las cuantiosas sumas de dinero que año a año, desde 1580 y durante los varios siglos coloniales, la mina de plata de Potosí le entregara graciosamente al Reyno de Chile — para solventar su guerra contra los mapuches, la defensa cada vez que piratas ingleses y holandeses asolaron sus costas, junto a otros gastos regulares de gobierno (exáctamente, indica Arzáns, 210.000 pesos de plata anuales). Luego de narrar a su modo las más recientes venturas del Reyno de Chile, concluye: “He querido, aunque alargándome un poco más, referir los sucesos del Reyno de Chile aunque en suma [es decir, a fin de cuentas] por lo mucho que esta imperial villa le ha ayudado siempre con gente y millones de plata en la guerra y en la paz” (subrayo).

24.3.06

EVOlución y rEVOlución en los Andes

Cansada de oír sonceras de analistas y universitarios sobre la realidad boliviana (ninguno habrá estado a la altura de las últimas sacudidas, comenzando por la mayoría aplastante de Evo Morales y el MAS en las elecciones de diciembre), resuelvo atinar subiendo al Calvario, el concurrido sitio de ofrendas ubicado a medio camino entre el centro de La Paz y el municipio de El Alto, a consultar cómo viene la mano a las hojas de coca.

Luego de convenir la tarifa (10 bolivianos, poco más de un dólar, sin contar con las eventuales ofrendas subsecuentes), el yatiri Inocencio Mamani comienza la lectura de las hojas. Las hojas de coca hablan — como lo sabe muy bien don Inocencio y las miles de personas que cotidianamente las consultan, entre ellos Evo Morales, no sólo el primer “indio” en gobernar un país suramericano sino también sindicalista cocalero y acullicador (mascador de hojas) por tradición — por más que se sepa leerlas: el modo de su caída en el aguayo o el tejido, sus grados de dispersión, el lado en que caen predominantemente, verso o anverso, etc. Como el proceso suele ser largo (el yatiri o chamán aymara arroja repetidamente las hojas), abrevio: ¿qué dicen las hojas? ¿Para dónde va — o viene — Bolivia? ¿Le va a ir bien al jilata Evo? Y en lo que respecta a los históricos amores y desamores entre Bolivia y Chile, ¿acabarán Michelle Bachelet y Evo Morales bailando una cueca doble en la frontera? (la cueca, como se sabe, existe, con ritmos diversos, a ambos lados de la frontera). Ispis y hospitales, señorita, me abrevia el yatiri entonces, gas y pachakuti. Lo que, después de darle una vuelta, yo traduzco por modernización inclusiva (hospitales, gas) con dignidad indígena (el ispi es una comida paceña muy popular, peces pequeñitos, que se sirve con chuño y maíz y que se come tradicionalmente con la mano; del pachakuti, noción más propiamente política, que cruza el conjunto de demandas indígenas andinas, de Ecuador a Bolivia, vuelvo en un instante) o, como lo indica el título de este artículo, evolución sociodemocratizante y revolución descolonizante, todo ello sazonado por la figura magéntica de Evo Morales Ayma y, no menos importante, su vicepresidente intelectual y blanco, cientista social y matemático, Álvaro García Linera.

El imperativo de la modernización integradora o inclusiva es más conocido (traducción en clave boliviana del crecimiento con equidad, con la variante explícita de una mayor apropiación social de las riquezas primarias, como es el caso de los hidrocarburos), por lo cual más bien me detengo un momento en las implicaciones del pachakuti. Pachakuti es palabra aymara y quechua, usada comúnmente por yatiris como don Inocencio y en pancartas callejeras, tanto como por intelectuales indígenas, como Silvia Rivera Cusicanqui, Esteban Ticona y el mismo Felipe Quispe (quien encabezara el sector más irreductiblemente indigenista de la política boliviana, propulsor de la restauración del Qollasuyu incaico y antiguo aliado del actual vicepresidente). Pachakuti significa literalmente “vuelta o inversión [kuti] del espacio-tiempo-mundo [pacha]”, y actualmente traduce de manera sintética las demandas indígenas por revertir los efectos de los 500 años de sujeción y colonización del blanco por sobre el indio en territorio boliviano. Si Guamán Poma hablaba del “mundo al revés” en su Nueva Crónica y Buen Gobierno, para referirse no sólo a la nueva situación de poder producto de la Conquista sino también al mal comportamiento (abusos) de clérigos y autoridades españolas en general, el pachakuti vendría a ser una nuevo giro, donde la dignidad y la diferencia indígena se reconocen institucionalmente como tales, en un país donde un setenta por ciento de sus habitantes se autoidentifica como indígena, y donde cerca de la mitad de la población habla una lengua distinta al castellano (quechua o aymara especialmente, pero también guaraní o una de las otras de las treinta lenguas amazónicas).

Si, como habrá recapitulado hace poco Esteban Ticona en un periódico paceño, el colonialismo es la represión no sólo física o institucional, sino también cultural, que llevó a que las civilizaciones indígenas fueran convertidas en subculturas campesinas iletradas, la descolonización no es más que “el proceso de la dignificación del conocimiento del ser humano y la paulatina destrucción del estereotipo negativo del saber de los colonizados y subalternizados.” Ello toca en el caso boliviano especialmente a las políticas de educación (está en marcha un profundo —si bien no exento de dificultades— proceso de educación intercultural bilingüe en el país, pero aún falta permear más decididamente a la enseñanza universitaria y a la sociedad urbana blanca y mestiza en general), las políticas de salud y de justicia, así como a las innovaciones al sistema político, de modo de permitir reconocer y coordinar las formas de autoridad y participación tradicionales (que siguen operando en las comunidades indígenas o ayllus) con la democracia representativa de raigambre liberal occidental. Recientemente la editorial de la Corte Nacional Electoral publicó un par de libros con reflexiones y propuestas específicas en esta dirección que, por su carácter a la vez aterrizado e innovador, vale la pena no dejar de mencionar: Pueblos indígenas y originarios de Bolivia: hacia su soberanía y legitimidad electoral, de la antropóloga Denise Arnold, y Democracia de alta intensidad; apuntes para democratizar la democracia, del teórico portugués Boaventura de Sousa Santos, el cual recoge con agudeza lo mejor de la reflexión democrática altermondialista.

La doble agenda, modernizadora-inclusiva y pachakuti-descolonizadora, a la vez entrecruzada y en mutua tensión, tendrá en la próxima Asamblea Constituyente, a partir de agosto, un lugar privilegiado de digestión, debate y decisión. No sólo, se entiende, para marcar prioridades de corto plazo sino sobre todo para establecer los lineamientos institucionales de largo aliento, pues 500 años de colonialismos externos e internos no se borran de una plumada (he ahí, por demás, tal vez el mayor peligro del nuevo gobierno, bastante mayor que las eventuales presiones del gobierno norteamericano por el tema de la coca: creer y hacer creer que la ‘inversión del tiempo’ se completará en breve, cuando de lo que se trata fundamentalmente es de abrir el camino).

Entretanto Evo Morales no ha perdido el tiempo. Desde la ceremonia de asunción en la ciudadela de Tiwanaku primero, ante cientos de representantes indígenas de todo el continente, y luego en el Parlamento ante decenas de mandatarios extranjeros, así como en la designación de algunos de sus ministros más emblemáticos (dirigentes cocaleros y empresarios, intelectuales e indígenas), la combinación de la lógica dual tan cara a la cultura aymara habrá sido subrayada desde un comienzo. Y ello sin dejar de sorprender a quienes imaginan que con Evo finalmente no pasará nada, o poca cosa, y que a la primera vuelta de la esquina una nueva revuelta popular lo volteará. De muestra, un botón: cuando el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, el aymara David Choquehuanca insinuó que sería recomendable que los funcionarios diplomáticos bolivianos hablaran también alguna de las lenguas nativas de su país, la vieja institución académico-diplomática literalmente tembló, y más de un analista político lo motejó de “telúrico” y “pintoresco”. ¿Pintoresco, hoy por hoy, to speakearle in your lenguage, no?

23.3.06

Basho y el mar

Mi pueblo: todo
lo que me sale al paso
se vuelve mar.

Basho, trad. de O. Paz

¿Por qué, poetas, cambiar de nombre? Lo pregunto no tanto por Pablo Neruda (ex Neftalí Reyes) o Gabriela Mistral (ex Lucila Godoy) o Vicente Huidobro (ex Vicente García Huidobro) o Pablo de Rokha (ex Carlos Díaz) o Rubén Darío (ex Félix García) ni muy menos por Fernando Pessoa (alias Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis et al.), sino antes bien, en traducción, por Basho. Pues Basho (Bashō), el poeta japonés del siglo XVII cuyos escritos nos habrá llegado con ese nombre, es de veras al menos el tercer mote, la tercera muda de alguien que inicialmente recibiera otro nombre. ¿Simple 'estrategia de autopresentación', de seducción y/o promoción artística? ¿O más bien 'síntoma de escapismo', de fuga de lo que se ha sido y/o de las tradiciones en que se habrá impajaritablemente venido, comenzando por las de sus padres? ¿O se trata de un 'juego de palabras' nomás, un ludismo de infante — tan inocente como irresponsable, dependiendo del metro de quien juzgare? ¿O un 'ejercicio de desprendimiento', como dirían los (indígenas) huicholes mexicanos, entre quienes no cambiarse de vez en cuando de nombre es aún signo de fijación egótica? ¿ O...?

Basho, cuyo apellido fue Matsuo, firmó sus primeros haikus como Munefusa y una década después escogió llamarse Tosei (literalmente: “Melocotón Verde”) en memoria y/o señal de admiración por el poeta chino Li Po (“Pluma Blanca”). Sólo a los 36 años, cuando era ya un escritor más o menos socialmente reconocido, tomó el nombre con que hoy lo llamamos — y ello a partir del apelativo de una planta de plátano por entonces recientemente introducida al Japón desde China, con que algunos de sus seguidores nombraban la choza campestre en que él vivía (Basho-an, literalmente: hermita del árbol de plátano). En breve, y descartando por ignorancia nuestra las motivaciones primeras para llamarse Munefusa, tenemos al menos un par de índices a la vista: saludos a la tradición (poética) y acogida de lo por venir en el mote de los discípulos y a la vez, tal vez, otro modo de remarcar la deuda impagable con la tradición del país del lado (China). La pregunta tal vez no sea entonces por qué las y los poetas mudan de nombre — pues no habría respuesta general y unívoca (se sabe, por caso, que Neftalí Reyes se mudó a Pablo Neruda principalmente para despitar a su padre, quien aborrecía de sus devaneos poéticos) — sino antes bien qué pasa con alguien y con su “entorno” cada vez que tal mudanza se da.

La cuestión de esa mudanza no sólo incumbe a poetas, se entendiera, sino a todo ser humano, y aun a toda comunidad, organización y también país que, dotado de nombre, cuenta con éste como elemento relevante en la configuración de (no diremos su identidad sino) sus identificaciones. Bolivia, sin ir más lejos, patria mía (por parte de padre precisamente, porque mi madre y consiguientemente mi matria son chilenas), habrá tenido varios tras la Conquista europea: Alto Perú, Charcas y sólo desde 1825, en honor al libertador Simón Bolivar, Bolivia. Nadie se extrañe si la próxima Asamblea Constituyente, que se inaugura en Sucre en los primeros días de agosto, atina a llamar al país con un nombre más acorde con su raigambre sociocultural surandina. Mal que mal, el sentido último de la Constituyente, como lo ha repetido el presidente Evo Morales hasta darle hipo, es “refundar” pluriculturalmente la República, dado que la “primera” Independencia (s. XIX) fue básicamente un proyecto de blancos y para blancos o, en el mejor (peor) de los casos, para enblanquecibles. ¿O tal vez, como Basho, habrá llegado el momento de confirmar este tercer nombre, en seña a la impagable deuda con — como el otro con China — Bolivar, don Simón?