23.3.06

Basho y el mar

Mi pueblo: todo
lo que me sale al paso
se vuelve mar.

Basho, trad. de O. Paz

¿Por qué, poetas, cambiar de nombre? Lo pregunto no tanto por Pablo Neruda (ex Neftalí Reyes) o Gabriela Mistral (ex Lucila Godoy) o Vicente Huidobro (ex Vicente García Huidobro) o Pablo de Rokha (ex Carlos Díaz) o Rubén Darío (ex Félix García) ni muy menos por Fernando Pessoa (alias Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis et al.), sino antes bien, en traducción, por Basho. Pues Basho (Bashō), el poeta japonés del siglo XVII cuyos escritos nos habrá llegado con ese nombre, es de veras al menos el tercer mote, la tercera muda de alguien que inicialmente recibiera otro nombre. ¿Simple 'estrategia de autopresentación', de seducción y/o promoción artística? ¿O más bien 'síntoma de escapismo', de fuga de lo que se ha sido y/o de las tradiciones en que se habrá impajaritablemente venido, comenzando por las de sus padres? ¿O se trata de un 'juego de palabras' nomás, un ludismo de infante — tan inocente como irresponsable, dependiendo del metro de quien juzgare? ¿O un 'ejercicio de desprendimiento', como dirían los (indígenas) huicholes mexicanos, entre quienes no cambiarse de vez en cuando de nombre es aún signo de fijación egótica? ¿ O...?

Basho, cuyo apellido fue Matsuo, firmó sus primeros haikus como Munefusa y una década después escogió llamarse Tosei (literalmente: “Melocotón Verde”) en memoria y/o señal de admiración por el poeta chino Li Po (“Pluma Blanca”). Sólo a los 36 años, cuando era ya un escritor más o menos socialmente reconocido, tomó el nombre con que hoy lo llamamos — y ello a partir del apelativo de una planta de plátano por entonces recientemente introducida al Japón desde China, con que algunos de sus seguidores nombraban la choza campestre en que él vivía (Basho-an, literalmente: hermita del árbol de plátano). En breve, y descartando por ignorancia nuestra las motivaciones primeras para llamarse Munefusa, tenemos al menos un par de índices a la vista: saludos a la tradición (poética) y acogida de lo por venir en el mote de los discípulos y a la vez, tal vez, otro modo de remarcar la deuda impagable con la tradición del país del lado (China). La pregunta tal vez no sea entonces por qué las y los poetas mudan de nombre — pues no habría respuesta general y unívoca (se sabe, por caso, que Neftalí Reyes se mudó a Pablo Neruda principalmente para despitar a su padre, quien aborrecía de sus devaneos poéticos) — sino antes bien qué pasa con alguien y con su “entorno” cada vez que tal mudanza se da.

La cuestión de esa mudanza no sólo incumbe a poetas, se entendiera, sino a todo ser humano, y aun a toda comunidad, organización y también país que, dotado de nombre, cuenta con éste como elemento relevante en la configuración de (no diremos su identidad sino) sus identificaciones. Bolivia, sin ir más lejos, patria mía (por parte de padre precisamente, porque mi madre y consiguientemente mi matria son chilenas), habrá tenido varios tras la Conquista europea: Alto Perú, Charcas y sólo desde 1825, en honor al libertador Simón Bolivar, Bolivia. Nadie se extrañe si la próxima Asamblea Constituyente, que se inaugura en Sucre en los primeros días de agosto, atina a llamar al país con un nombre más acorde con su raigambre sociocultural surandina. Mal que mal, el sentido último de la Constituyente, como lo ha repetido el presidente Evo Morales hasta darle hipo, es “refundar” pluriculturalmente la República, dado que la “primera” Independencia (s. XIX) fue básicamente un proyecto de blancos y para blancos o, en el mejor (peor) de los casos, para enblanquecibles. ¿O tal vez, como Basho, habrá llegado el momento de confirmar este tercer nombre, en seña a la impagable deuda con — como el otro con China — Bolivar, don Simón?